GuggenSITO

GuggenSITO   / imagen de recorridos en barrios de México (Colonia Ferrocarrilera, Tlalnepantla Estado de Mexico) / Eder  Castillo 2011


En la urbe globalizada, la función primordial del museo es ofrecer una marca visual para que el turista, venga de un remoto país o de su propia periferia, pueda captar la ciudad como un collage de imágenes congeladas. Las crudas predicciones de Guy Debord[i] se han visto desbordadas por la aparición de nuevas prácticas de consumo, donde la autenticidad sólo es factible, y relevante, si se puede escenificar para satisfacer la avidez de experiencias culturales de la clase media global. Disneyland es el modelo sobre el que se reinventan hoy las ciudades, conscientes de que la copia es siempre mejor que el original.
Algunos autores identifican al sujeto de la era postindustrial con el turista, como MacCannell[ii], para quien la primera aprehensión de la civilización actual emerge en la mente del turista. Otros, como John Urry[iii], han investigado la construcción de la mirada, desde la premisa de que ésta ocupa un lugar central en la epistemología moderna. Para él la mirada se construye mediante signos, y el turismo implica la recolección de signos. En la misma dirección, pero en un estudio más específico, Sarah Benson[iv] considera el souvenir un instrumento epistemológico: hace de la repetitividad un estándar de autenticidad, fragmenta el paisaje urbano en componentes comprensibles y los colecciona bajo una mirada interpretativa. Operaciones todas emparentadas con la metodología de investigación científica, por mucho que el conocimiento turístico se sitúe en el polo opuesto del arco de los saberes legitimados. Pero lo más relevante del turismo, del ocio en general, es que por una parte las actividades tradicionalmente consideradas “improductivas” han desplazado al trabajo en la renovación y significación de las prácticas sociales, vaciando de contenido la lucha de clases y las instituciones políticas del capitalismo industrial. Y por otra se han convertido en el centro de la producción de valor, dando lugar a lo se conoce como capitalismo del conocimiento, y poniendo en primera línea las llamadas industrias culturales. Término que ha cambiado de signo, desde la intención crítica de sus creadores, Adorno y Horkheimer[v], a una panacea para la renovación de tejidos productivos exhaustos.
Tenemos que entender al turista, como señala acertadamente Manuel Delgado en el catálogo de la exposición Tour-ismes, “…involucrado activamente en un proceso que está modificando los contextos en que irrumpe, generando negocio, transformando paisajes, determinando políticas, desestructurando y reestructurando configuraciones sociales.”[vi]
En este contexto los grandes artefactos culturales – museos, monumentos y conmemoraciones – ya no responden tanto a las necesidades de escenificar los mitos fundacionales del Estado y ofrecer espacios de auto-reconocimiento a la burguesía, como a la lógica de explotación económica del parque temático. Aquí, los intensos debates sobre la regeneración del museo, sus capacidades políticas, la esfera pública, su privatización[vii]… todo pierde sentido cuando la mercantilización de las experiencias que las instituciones culturales nos ofrecen tiene como consecuencia que aquellas, las experiencias, ya no se diferencien esencialmente de las que nos proporcionan Disneyworld o la recreación kitsch de un mercado medieval.
El Guggenhein de Bilbao es el paradigma del nuevo rol del museo, donde las narrativas sobre la modernidad que se despliegan en sus exposiciones están en realidad subordinadas a la construcción de un signo visual, que por un lado las engloba y re-significa, pero por otro las reduce para incorporarlas a una experiencia sintetizada de la ciudad. El impresionante edificio, con sus volúmenes dinámicos y las cubiertas de titanio, suspendido sobre la aguas del Nervión, es un fetiche de sí mismo que ha ido ganando fuerza en la medida en que su imagen se ha repetido hasta la saciedad en los medios de comunicación. Al final, la necesidad de verlo es proporcional a la imposibilidad de no haberlo visto ya.
Dicho de otra manera, el Guggenheim vasco es a los valores tradicionales de la cultura lo que la pornografía al ideal clásico de belleza humana.
El GuggenSITO de Eder Castillo, una estructura inflable que remeda las formas del edificio de Frank Gehry, nos enfrenta a la condición pornográfica del museo de arte contemporáneo. El diseño es deliberadamente torpe, un “fake” barato, como las imitaciones de marcas internacionales que se venden en los tianguis. Dolorosamente Región – 4. El nombre encierra un doble tropo: sito, como diminutivo, con el característico cambio ortográfico de la “c” en “s”, y sito en alusión a sitio, al trabajo in situ, o como se dice entre entendidos, site specific. 
El artista no lo ha “expuesto” en primer término, sino que se ofrece gratuitamente a la gente que quiera llevarlo a sus colonias, e incluso a sus casas,  para que los niños hagan lo que se puede esperar tratándose de un inflable: brincar sobre él.

GuggenSITO deconstruye el aparato simbólico del Guggenheim de muchas maneras: materiales blandos,  reducción de escala, acabados povera, movilidad… Pero más allá de la parodia evidente, de ese gesto entre burlón y vengativo de la cultura popular, que se repite en fenómenos tan dispares como la elegancia del pachuco y el pichinglis del Aserejé[viii], la pieza de Eder Castillo remite a una cuestión central en el pensamiento filosófico y político de las últimas décadas: la transformación del mundo en imagen, y no en una imagen total, como pretendía Heidegger[ix], sino fragmentada. El mundo transformado en collage. Si lo analizamos desde una perspectiva distinta, se trata de la substitución de la mercancía física por su signo, que es la clave de la revolución del Capitalismo al final del siglo XX. GuggenSITO se apropia del Guggenheim en cuanto que imagen pura para devolverlo al mundo de lo real, a un mundo de performatividades directas. Y lo hace allí donde las discontinuidades de la modernidad, por usar la expresión acuñada por MacCannell, dejan espacios vacíos en el impenetrable tejido de la nueva economía de la cultura: los márgenes de la ciudad de México, las desoladas periferias del sistema.
Por eso, aunque el artefacto está relacionado con otras experiencias museísticas o paramuseales de artistas, opera en un nivel simbólico completamente distinto. Los interrogantes que planteaba en 1968 Marcel Broodthaers con el Musée d’Art Moderne se dirigían sobre todo a las disfunciones del museo como productor de significado. “La ficción del Musée d’Art Moderne Departement des Aigles – escribe Catherine David – al instaurar una relación de fuerzas entre la ‘violencia institucionalizada’ del museo y la ‘violencia poética’ de una colección arbitraria, contingente y efímera de objetos heteróclitos (desde la etiqueta de la caja de Camembert hasta el águila precolombina), pone de manifiesto las ‘condiciones de verdad’ de la presentación museística”[x].
Algo similar ocurre con los museos de arte contemporáneo de Cai Guo-Quiang, o con una amplia tipología de dispositivos móviles y/o mínimos desarrollados sobre todo en América Latina, a caballo entre la creación artística y una forma de curaduría radical: Hoffmann’s House y la Galería Callejera en Chile, Banca de Capacete en Brasil, El Museo de la Calle del colectivo Cambalache en Bogotá, el Changarrito en México, el itinerante Museo Peatonal de Alós y Dumit, o variadas experiencias con microbuses a lo largo del continente[xi]. Por no hablar del Centro Portátil de Arte Contemporáneo[xii], mucho más próximo a esta propuesta en todos los sentidos, y donde además Eder Castillo tiene una implicación directa.         
Quizás hay más puntos de contacto con la serie de monumentos de Thomas Hirschhorn, y sobre todo con el Musée Precaire Albinet[xiii] (2004), donde una comunidad en riesgo de exclusión social fue invitada a construir y gestionar el proyecto. Aunque los intereses del artista suizo no se dirigen a la deconstrucción del artefacto cultural, que más bien se refuerza por la inclusión de la obras originales de los principales artistas del siglo XX, sino a su contextualización. Hirschhorn parte de la idea de que el arte va a proporcionar una experiencia positiva en todos los casos, y, según dice en el material publicado por los Laboratorios de Aubervilliers, lo que pretendía no era atraer al máximo número de personas a un lugar dedicado al arte, sino dar vida a éste fuera de los espacios que se le suelen asignar, centrándose en un lugar específico –la barriada de Landy y la unidad habitacional Albinet.

Galeria Callejera Laboratorio Movil de Artes Integradas (2009)


Musée Precaire Albinet Thomas Hirschhorn 2004 

 A diferencia de todas estas experiencias, GuggenSITO no pone su acento en la revisión de los contenidos museificables o en determinadas paradojas formales, sino en la performatividad que abre al público. Al igual que en otros proyectos anteriores – Guatemex, Biosfera, Lugar en Medio, Nation TM –  Eder Castillo hibrida la institución cultural y el objeto artístico para crear espacios excepcionales, espacios cualitativamente distintos del que produce la ciudad actual, y distintos también de los que configuran los museos y centros de arte.
De todas ellas Guatemex (2006) y Biosfera (2007) son las que tienen más en común con GuggenSITO. Se trata de construcciones ubicadas en los no-lugares de las fronteras de México con Guatemala y los Estados Unidos, respectivamente. Ambas estaban literalmente en la tierra de nadie. Guatemex flotando en el río Suchiate, y Biosfera sobre el lecho seco del Río Bravo. El primero era un punto de información y acceso a Internet para los inmigrantes centroamericanos que pretenden cruzar México para llegar hasta los Estados Unidos, y funcionó realmente como un espacio de libertad y de encuentro para este colectivo, que es uno de los más vulnerables de toda América. El segundo tenía un planteamiento algo más metafórico, porque se presentaba como un vivero de especies que viven en simbiosis, una alusión irónica a la relación entre gringos y mexicanos, pero pronto se convirtió también en un lugar de reunión para jóvenes de Ciudad Juárez, bajo la mirada suspicaz, pero inesperadamente respetuosa, de los policías de ambos puestos fronterizos.

Pese a su aspecto vanguardista, a su calidad estética, sea lo que sea esto, no se trata de acciones destinadas a una postproducción bidimensional, a la fotografía o el vídeo. Es decir, al contrario que los museos “Premier”, o que la mayoría de las acciones artísticas de sitio específico, que están destinadas en exclusiva a los medios impresos o digitales, porque es allí donde se encuentra su verdadero espacio de circulación, sea como original en ferias y museos, o en reproducciones en catálogos y revistas, los trabajos de Eder Castillo, y de manera muy especial GuggeSITO, crean espacios destinados a una sociabilidad en estado puro, que se contrapone precisamente a la visibilidad absoluta de la economía postindustrial. Y esto tiene que ver con el público que está interpelando.
La cuestión en este caso está en el sofisticado sistema de inclusiones y exclusiones sociales que se efectúa desde la cultura. De lo que se trata es de a quién se está hablando, a quién se dirige el artista, y qué relación tiene ese quién con el tejido productivo que sostiene al aparato cultural público y privado. Quién se identifica como público de la imagen, de esa postproducción del evento que hemos señalado antes, y qué clase de privilegios puede conllevar el formar parte de ese público. Porque el público se ha identificado con el sujeto político en la esfera pública moderna: el público los forman los que están incluidos, los dotados de agencia, versus a los excluidos. Y es a esta irrealidad, una esfera pública comprehensiva, generalista, a la que se sigue dirigiendo el museo de arte contemporáneo, aún a sabiendas de que las cosas son ahora muy distintas. El turista, como público hegemónico de esos artefactos culturales y relatos, se nos presenta aquí en su dimensión política, no en su sumisión a la banalidad de la industria cultural, sino en el ejercicio de su poder como propietario de los signos que su mirada y su cámara capturan. Es en el consumo, como bien señalaba Juan Acha[xiv] respecto de las artes visuales, donde se produce el sentido. “Como trabajo simple, individual y específico, el consumo (artístico) es un mediador de la producción (…) porque el consumo crea el sujeto para el producto. (…) El artista realiza un trabajo material y el consumidor uno sensitivo-ideológico. (…) Así para nosotros el consumo es la relación objeto-sujeto, o sea, consta de la estructura formal y material del objeto y la significativa del sujeto.” Los efectos del consumo cultural son de sobra conocidos, la fetichización de las obras de arte, la mixtificación de la personalidad del artista, la elitización del público o la sacralización de los lugares de distribución de bienes culturales[xv].
Pero lo que nos interesa es sobre todo ese aspecto de la constitución de sujetos, porque ahí es donde está el núcleo de lo político. Para explicarlo con un ejemplo, los casi 1.000 millones de desplazamientos turísticos anuales que la Organización Mundial del Turismo[xvi] contabiliza, son un pobre contrapeso para los miles de millones de seres humanos cuyos movimientos están limitados por factores tanto económicos como legales, pero cuyo trabajo produce la riqueza necesaria para construir y dotar de contenidos a los museos y grandes citas culturales. Personas tan superfluas que no es que no lleguen a constituirse como sujetos, sino que ni siquiera llegan a constituirse en objeto de la mirada del turista.

En el ámbito de la sociedad mexicana, de las latinoamericanas en general, GuggenSITO tiene unas connotaciones políticas muy directas, que se perciben con dificultad desde Europa, donde escribo este texto. La cultura ha ocupado un espacio privilegiado en la legitimación del Estado moderno. Pero en América los procesos revolucionarios burgueses de los que ha emanado han necesitado de ella en un doble sentido: para legitimar su emancipación de las estructuras de poder del antiguo régimen, como en Europa, y para legitimar su Estado frente a otros hipotéticos sujetos históricos con derechos sobre el mismo territorio: los indígenas. Creo que sólo en Lima, Perú, el conflicto ha alcanzado una expresión material, en el armazón del museo inacabado del parque Manuel Beltroy[xvii], donde ciudadanos bien pensantes llevan a cabo las actividades pedagógicas del museo que no fue. En México, por el contrario, la inflación museística – con los nuevos MUAC, Jumex, Slim, y los no tan nuevos SAPS, MAM, Tamayo, Carrillo, Laboratorio de Arte Alameda, ECO, ExTeresa, Chopo, San Ildefonso… – sobre un paisaje desolado de miseria y violencia, deja al descubierto esas discontinuidades de la modernidad de las que hablaba MacDonnell. Ese permanente crujir del museo de arte moderno o contemporáneo latinoamericano es lo que resuena, hasta el estrépito, en las mullidas paredes de GuggenSITO.
Usémoslo por tanto como lo que es, y en lugar de hacer complicadas acrobacias mentales para mantenernos a flote entre tantas modernidades naufragadas, practiquemos unas sencillas piruetas sobre la lona tersa y neumática del GuggenSITO.




Tomás Ruiz-Rivas





GuggenSITO   / imagen de recorridos en barrios de Puerto Rico (La Perla Viejo San Juan) / Eder  Castillo 2013



[i] Debord, Guy. La sociedad del espectáculo.
[ii] MacCannell, Dean. El Turista, una nueva teoría de la clase ociosa.
[iii] Urry, John. The Tourist Gaze. Shage Publications. London 2002
[iv] Medina Lasansky, D. y McLaren, Brian editors. Arquitectura y turismo. Gustavo Gili. Barcelona 2006
[v] Adorno, Theodor y Horkheimer, XX. La dialéctica de la Ilustración.
[vi] Delgado, Manuel. Ciudades de mentira. El turismo cultural como estrategia de desactivación urbana. En Tour-ismes. Ed. Jorge Luis Marzo, Nuria Enguita y Joan Roca. Fundación Tapies. Barcelona 2002. Versión española en pág. 367.
[vii] Ver Möntmann, Mona editor. Art and its institutions. Black Dog Publishing. London 2006.
[viii] Aserejé, 2002, canción del grupo Las Ketchup, formado por las hijas del cantaor gitano Tomatito, donde el rap Rapper’s Delight se cantaba en su transcripción fonética y con ritmos de rumba: “Aserejé, já, dejé, dejebe tu de jebere sebiounouva, majabi and de bugui and de buididipí”.
[ix] Heidegger, Martin. Caminos del bosque. Alianza Editorial. Madrid 1998.
[x] David, Catherine. Marcel Broodthaers. Catálogo. Ministerio de Cultura y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid 1992. Pp. 19 y 21.
[xi] Ver El Museo Mínimo, del autor. Revista Arte x Excelecias Nº 5. 2010
[xiii] Musée Precaire Albinet. Xavier Barrral y Les Laboratoires d’Aubervilliers. Paris 2005.
[xiv] Acha, Juan. El arte y su distribución. Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad de México 1984. Pág. 34.
[xv] Acha, Juan. El consumo artístico y sus efectos. Editorial Trillas, Ciudad de México 1988. Pág. 229.
[xvi] Ver “Datos y cifras” en http://unwto.org/es

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